Neko

Mía

La encontré entre dos camas cuando sólo medía unos 10 centímetros de largo, y más parecía un rantoncillo perdido que un gato. Color mostaza era lo que más destacaba de su pelaje. Un blanco nieve y manchitas negras lo complementan. Ojos cerrados aún, sin ver la luz del mundo. Sus patitas sólo la ayudaban a arrastrarse; su naricita, a oler lo que hubiera a su paso o tocar con sus mínimos bigotes las cosas que la rodeaban. Me enamoré de ella desde el primer instante. Era mi bebé, y yo lo sabía. Estábamos destinadas a estar juntas, por más cursi y estúpido que suene para muchos. Es difícil pensar que dormía en mi cuello y que ahora es más grande que mi cabeza, que le daba leche con mamadera y ahora come cada vez que se le da la gana hacerlo.


Me encanta su locura, su manera de mirarme con esos ojos color miel y su pupila negra, a veces totalmente dilatada, lo que me hace derretirme por ella y querer comérmela a besos. Adoro cuando se queda dormida en las sillas, con sus párpados apretados y las patas delanteras dobladas hacia adentro, tan tranquila y vulnerable... Amo cuando juega y en medio de sus arañazos de pequeña se detiene y me lame la nariz, como recordándome que me quiere. Y en ese momento, todos los recuerdos de cuando la hallé allí- pequeña, perdida, con la gatita grande a su lado, cumpliendo el rol de madre, esperando a que alguien llegara a buscar a la pequeña para salvarla de un destino incierto-vienen a mí y me hacen adorarla cada día más.